sábado, 5 de septiembre de 2015

Artista cansada

Era tarde, pero no podía salir de casa. Los rizos dorados de media tarde se habían extinto, en una madeja de claroscuros que ni la sombra deshacía. Llegaba un frente de oscuridad potente, ineludible, a los marcos de las ventanas y los postigos de las puertas. Hace tiempo habría salido, se recordó. Por la época en la que un café era la promesa de una lectura en Wikipedia, y la frialdad de los besos la traía el pintalabios. Aquellas rondas de gente corriente, azuzada por la solemnidad de la crudeza en las obras de un coetáneo, un vecino de los que te encuentras a la hora de comprar el pan. Por aquellos tiempos en que la mera presencia era vacua, tan artística, pero no lo sabía, ni quería saberlo, pues se habría roto el hechizo. Tardes de paciencia inquebrantable por la uniformidad de cada hálito, la presencia del cuadro en el oxígeno, un aroma de pino tratado y química disecada. Y la silla de plástico, los paseos que implicaran una autoridad socavada, recogida de entre el sopor.

Reminiscencias de una vida pasada que hendían la memoria inmediata. Recordatorios fugaces de la mudanza, los bártulos y el equipo de sonido. Se recostó contra el sillón y suspiró a la luna. Refulgía, distante, en el horizonte que recibió ya su mirada húmeda en momentos más propicios. A la bohemia y la frescura de falange. A llorar sobre madera pulida. Sobre estas sensaciones, dejó que cayera su conciencia, como en un ataúd.

Era ella, arrojada al límite por ella misma guardado, impresionada por los halos de luz que desde los focos convergían, que volvían sus líneas plásticas. Una lona, un pedazo de tela grueso, áspero, hermético, acogedor. Trazando los pliegues sombras profundas. Contra la pared blanca, inerme, como un pedazo de mármol destinado a miradas esclarecedoras. Se apoderaba de ella la sensación del demiurgo, como si aferrar el borde derecho y tirar, retirar de un golpe la tela, fuera acto comparable al trazo del impresionista.

Sacudida de viento dinámica, en el ambiente espeso. Rojos, verdes, magenta, un grueso brochazo. De nuevo, desvelado el milagro. Cada día, descubría nuevo horizonte tras el movimiento de su brazo. Ojos duros como puños, ríos inmortales, la desazón de un niño pobre, odio en las pestañas de un rey, lanzas al costado divino. Todos los mundos, desplegados ante ella, creados por su afán inquieto. Y después, la espera.

Los acordes llegaban en acuerdo tácito, como una masa de añoranza que la envolvía gélida. La guitarra, descansaba en la buhardilla. Ella, cansada de esperar.

jueves, 3 de septiembre de 2015

El diario

¡Demencia!, dícese del estado mental donde todo lo puede la mente, y sus mutaciones desarrollan sentidos desmadejados y repulsivos al oído medio. ¡Atónito!, me quedo al escuchar estas palabras, posterior paso a leerlas. Porque, sí, tengo esa manía de repetir las palabras en mi cabeza para darme conversación. ¿A quién le importa?

Al acabar de escribir esta retahíla en su diario, Termingilia Rodríguez, niña de quince años que comenzaba a sufrir los primeros envites de la pubertad, guareció enseguida la página entre los cientos de legajos que se adherían dificultosamente a las tapas de cartón. Tenía la cara rellena, grandes carrillos redondos poblados de pecas, y unas gafas grandes de pasta marrones, unidas por cinta de carrocero en la mitad. Con semblante inexpresivo, propio de la etapa que transitaba, y prácticamente única imagen que mostraba su rostro, contempló la portada del cuaderno, que había tenido a bien regalarle una tía obesa en un viaje a la feria. En dicha portada, un llamado oso amoroso, de los que pretendieran ser tiernos pero en sombrías ocasiones dificultan sueños prepúberes, le guiñó el ojo.

-Bien. -Se dijo.- Mi plan continúa en marcha.

Dicho esto, colocó el diario bajó el colchón, con cuidado de no desplazar la caja metálica donde guardaría los condones.