Era tarde, pero no podía salir de
casa. Los rizos dorados de media tarde se habían extinto, en una
madeja de claroscuros que ni la sombra deshacía. Llegaba un frente
de oscuridad potente, ineludible, a los marcos de las ventanas y los
postigos de las puertas. Hace tiempo habría salido, se recordó. Por
la época en la que un café era la promesa de una lectura en
Wikipedia, y la frialdad de los besos la traía el pintalabios.
Aquellas rondas de gente corriente, azuzada por la solemnidad de la
crudeza en las obras de un coetáneo, un vecino de los que te
encuentras a la hora de comprar el pan. Por aquellos tiempos en que
la mera presencia era vacua, tan artística, pero no lo sabía, ni quería saberlo, pues se habría roto el hechizo. Tardes de paciencia
inquebrantable por la uniformidad de cada hálito, la presencia del
cuadro en el oxígeno, un aroma de pino tratado y química disecada.
Y la silla de plástico, los paseos que implicaran una autoridad
socavada, recogida de entre el sopor.
Reminiscencias de una vida pasada que
hendían la memoria inmediata. Recordatorios fugaces de la mudanza,
los bártulos y el equipo de sonido. Se recostó contra el sillón y
suspiró a la luna. Refulgía, distante, en el horizonte que recibió
ya su mirada húmeda en momentos más propicios. A la bohemia y la
frescura de falange. A llorar sobre madera pulida. Sobre estas
sensaciones, dejó que cayera su conciencia, como en un ataúd.
Era ella, arrojada al límite por ella
misma guardado, impresionada por los halos de luz que desde los focos
convergían, que volvían sus líneas plásticas. Una lona, un pedazo
de tela grueso, áspero, hermético, acogedor. Trazando los pliegues
sombras profundas. Contra la pared blanca, inerme, como un pedazo de
mármol destinado a miradas esclarecedoras. Se apoderaba de ella la
sensación del demiurgo, como si aferrar el borde derecho y tirar,
retirar de un golpe la tela, fuera acto comparable al trazo del
impresionista.
Sacudida de viento dinámica, en el
ambiente espeso. Rojos, verdes, magenta, un grueso brochazo. De
nuevo, desvelado el milagro. Cada día,
descubría nuevo horizonte tras el movimiento de su brazo. Ojos duros
como puños, ríos inmortales, la desazón de un niño pobre, odio en
las pestañas de un rey, lanzas al costado divino. Todos los mundos,
desplegados ante ella, creados por su afán inquieto. Y después,
la espera.
Los acordes llegaban en acuerdo tácito,
como una masa de añoranza que la envolvía gélida. La guitarra,
descansaba en la buhardilla. Ella, cansada de esperar.
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