-¿Qué sentido? -Gritó el enano de
jardín.
-¡Nunca! -Respondió la hierba.
En fin, así toda la noche. Había un
perro, en una caseta angosta, sucia, que quería dormir. Pero la
hierba estaba especialmente pesada. Y el enano de jardín, acababa de leer a Agatha Christie.
El perro, una vez harto, se levantó,
desperezó, lamió el ano, y fue hacia el
enano. Le mordió el cuello, que se rompió en pedazos de esa
cerámica con la que se hacen desde siempre los enanos de jardín,
aunque hablen o piensen. Y se llenó la boca de heridas.
Sangró tanto que se arrepintió tanto. En
su pequeña casa, que para él era una celda desde la partida a la
perrera de su segunda esposa (aquella que, para fortuna de su
hipertensión, se comió cinco hijos) se autocompadecía dulcemente, patas sobre la cabeza. La hierba reía con el
viento, fuera, lejos.
-¿Qué te sucede, perro? -Preguntó la
hierba.
-He mordido al...
-No me cuentes tu puta vida.
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