miércoles, 12 de agosto de 2015

El perro y la hierba

-¿Qué sentido? -Gritó el enano de jardín.

-¡Nunca! -Respondió la hierba.

En fin, así toda la noche. Había un perro, en una caseta angosta, sucia, que quería dormir. Pero la hierba estaba especialmente pesada. Y el enano de jardín, acababa de leer a Agatha Christie.

El perro, una vez harto, se levantó, desperezó, lamió el ano, y fue hacia el enano. Le mordió el cuello, que se rompió en pedazos de esa cerámica con la que se hacen desde siempre los enanos de jardín, aunque hablen o piensen. Y se llenó la boca de heridas.

Sangró tanto que se arrepintió tanto. En su pequeña casa, que para él era una celda desde la partida a la perrera de su segunda esposa (aquella que, para fortuna de su hipertensión, se comió cinco hijos) se autocompadecía dulcemente, patas sobre la cabeza. La hierba reía con el viento, fuera, lejos.

-¿Qué te sucede, perro? -Preguntó la hierba.

-He mordido al...

-No me cuentes tu puta vida.

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